“Doña Flor tan desnuda como él, uno con la desnudez del otro vistiéndose y completándose.”

Doña Flor y sus dos maridos (1.966). Jorge Amado

 

“Lo conocí en la universidad hace unos meses. En realidad, me suscitó curiosidad su manera de caminar; su porte y estatura; sus labios imperfectos, afectados por una mala jugada del destino y su barba revolcada. Inicialmente, no teníamos contacto más que por videollamada. Él dictaba sus clases, tal como debía hacerlo, los días martes y jueves, en horas de la tarde. Yo, por mi parte, soltaba carcajadas con cada cosa que él decía porque, de hecho y, para mi suerte, me lanzaba comentarios chistosos, de esos que, aunque banales, se tornan importantes dentro de ese cúmulo de sesos al que llamamos cerebro. Y sí, cada vez había más tensión. Sus ojos se me hacían interesantísimos, no paraba de mirarlos, de enfocarme en ellos.

 

Finalmente, el día llegó. Él propuso, a raíz del encierro que desencadenó la pandemia, vernos todos en el Parque de los Deseos, en Universidad. Y, en efecto, allí estuve. Verle, conocerle me generó una sensación indescriptible; además, no puedo negarlo: me excité de inmediato cuando le oí hablar. Tenerlo en frente; saber que sus ojos me observaban, que no paraban de hacerlo. Eso me volvió loca pero no podía hacerlo demasiado evidente, así que simplemente me dispuse a callar y a entrever a ratos sus indirectas visuales momentáneas y poco disimuladas. Ese mismo día, en la noche, llegó un mensaje a mi teléfono. Era él; sólo quería saludar, saber si el aguacero que se había dejado venir me había atrapado en su furia. Le contesté con un no conciso pero él, juguetón, continuó escribiendo hasta que, a lo sumo, marcó. Hicimos videollamada. No fue nada del otro mundo; fue sólo eso, una videollamada pero que, a la larga, se convirtió, gracias a las palabras finales pronunciadas, en un encuentro fortuito, glorioso. Pedí un taxi, no sin antes ducharme y desligar mis ojos del sueño severo que pretendía asecharme. Cuando llegué, me recibió caballerosamente; abrió la puerta del carro, pagó el total del viaje y me llevó consigo hacia su casa. Hablamos. Hablamos de tonterías. Hablamos de lo extraño que se sentía prenderse de alguien que sólo haz visto en pantalla y, más aun, de lo delicioso que se sentía aquello; de lo rico que se sentía imaginar lo que ambos ya imaginábamos y sabíamos que iba a ocurrir. Y sí, aquello sucedió. Me desvistió, literalmente, con la mirada. Conforme él me miraba yo detallaba sus manos, sus dedos, sus uñas. Eran perfectas. Perfectas para mí, para el deseo que empezaba a ser más que eminente y para las ganas que, también, me lanzaron a su boca y resto de su cuerpo. Pero más que todo esto, más que besarle o tocarle, era el simplísimo hecho de verle; con eso me bastaba. Me bastaba con verle para sentirme al borde del clímax y me avergoncé, en su momento, por sentir tal cosa y anhelar, por un momento más, verle caminar; espiar sus brazos tan varoniles, libres, tranquilos, largos. ¡Y esas manos! Me tenían a punto de estallar. Las quería para mí sola en ese instante; las quería lamer, las quería sentir, quería verles en conjunto con todo su cuerpo desnudo. Con eso me bastaba. Para mi desgracia y, como dicen por ahí, no hay felicidad eterna, al hombre también le bastaba con mirarme, por lo que se dispuso a tocarse. Me dijo: quédate quieta, sólo quiero mirarte. Pues eso hizo. Me miró, se tocó. Se vino.”

 

Lo que acabas de leer, más que la atracción y la posterior frustración evidente de una joven estudiante de universidad, es uno de tantos ejemplos claros que pueden darse dentro del marco del denominado “voyerismo” (voyeur, en francés. Deriva del verbo voir, o sea, ver, junto con el sufijo de agente eur; es decir, “el que ve”); esa tendencia a sentir placer o deseo sexual mientras se observa a alguien desnudo o, en su defecto, en medio de un acto erótico o, igualmente, de tipo sexual. Es una tendencia de la cual no debes avergonzarte y, por el contrario, sacarle provecho yendo, por decir, a lugares como bares swinger o, ¿por qué no?, a una playa nudista. Pero no sólo al voyerista le excita observar; es posible, además, que le agrade que lo observen.

 

El voyerismo, por otra parte, suele darse en personas que durante la infancia o la adolescencia sufrieron algún trauma, cosa que conduce – posteriormente – a sentimientos de vergüenza o timidez y que, efectivamente, producen acciones como el asomarse por la rendija de una ventana, el agujero de una puerta, etc., mientras una persona se halla o desnuda o teniendo sexo. Generalmente, estas personas son personas amables, tranquilas e incluso cariñosas con sus parejas pero que, por temor a ser juzgadas, buscan personas alternas que apoyen este modo de ver y pensar el sexo. Sin embargo, hay que tener muy presente que hay bastante diferencia, por un lado, entre el mero hecho de excitarse viendo y el conseguir la excitación sólo y sólo si se acude “al ver”; y por el otro lado, entre conseguir el clímax por medio “del ver” y tener total consentimiento de quien es visto y sentirse afectado emocional y mentalmente a causa de esto o, en otras palabras, de una posible parafilia.

 

En conclusión y, pese a que, en general, no se considera patológica esta forma de ver y sentir la sexualidad, es recomendable reconocerse y aceptar, por ende, aquellos hábitos que irrumpan el equilibrio y entorno vitales. Así mismo, no dudes en consultarle a tu pareja tus pensamientos e ideas y, en cambio, ábrete a él o a ella y juega a ser lo que eres, que en este universo el que se demora pierde y la idea es tener experiencia, amor propio y mucho pero mucho sexo.

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