“Nadie puede hacerte sentir inferior sin tu permiso.”
Eleanor Roosevelt.

Muchas veces, al intentar crear un artículo, en lo único que pienso, más que en la densidad del mismo, es en su contenido; en la información que reciba cada lector (a) y su tarea de realmente instruir o complementar su conocimiento. Pero, justo en este instante, me cuestiono por tal cosa y digo: ¿Acaso no soy yo, más que una humana mujer, experiencia, sentido, y observación? Y bueno, sí. Concluyo que, en esencia, lo soy. Soy una mujer experta en equivocarse; en despertar cada vez con los ojos, cansados o no, atestados de luz solar. Esa luz… Brilla tan poderosamente como las ansias que, a nosotras, las «mujeres», nos entran cuando hemos pasado cierto tiempo sin ver a ese hombre (o también mujer) que tanto deseo nos despierta; o como cuando quedamos a la espera de una llamada para programar una próxima cita; o a la espera de un segundo beso. «¿No es esto, entonces, conocimiento?» Vuelvo a preguntarme. Nuevamente me quedo analizando cada acción y pienso en, de pronto, qué tal sería si opto por descolgar el teléfono y no esperar más. Pienso en la posibilidad de ser nosotras quienes programemos un próximo encuentro, o quienes robemos un segundo beso. Y es que el asunto, aparte de tomar la iniciativa; más concretamente, aparte de ser «la mujer» quien tome la iniciativa, es «saber hacerlo» o querer, en verdad, hacerlo. Sentirnos en total libertad de liderar, de tomar “la sartén por el mango” y aniquilar esa idea retrógrada que se tiene de que la mujer que busca es – precisamente – eso: una buscona. Y no. No tiene por qué ser así, a menos que lo permitamos. Porque, de hecho, es debido pensar que una cosa es oír y otra, muy distinta, por cierto, es escuchar; dar importancia a palabras que se quedan ahí, en palabrería y que, como mucho, alcanzan los cimientos de una estructura lingüística apenas referenciada.

En este preciso momento tengo ansiedad. Una sensación absurdamente consumidora, de ésas que devoran, de pies a cabeza, todo sentido. Me hallo acá, pasmada, dilatando el asunto de si debo o no escribir a ese hombre que, aunque sé que gusta de mí y se siente halagado cuando le digo “hombre delicioso”, no me atrevo a hacerlo. Pero, ¿por qué? Puedo afirmar que se de debe, al menos en principio, a que la sociedad torna estas decisiones (superfluas) en temas dilapidantes, contra los cuales, por ende, se lucha infinitamente. Y es que pensar… Pensar en ser indiferentes es una opción, mas no podemos quedarnos en ello cuando, por encima de todo esto, están nuestros derechos a sentirnos libres, exentas de atavíos prehistóricos, enrutados hacia el camino del prejuicio, la frigidez y la frustración sexual. Debe pues, todo esto, simplificarse al hecho de que, como personas, disponemos de emociones y sentimientos, los cuales no tienen por qué reprimirnos bajo la justificación del predominio social, religioso y cultural. Debe ser así. Debemos, sencillamente (aunque, paradójicamente, no sea sencillo), descolgar el bendito teléfono, agendar una siguiente cita, robar un beso más y sentirnos felices y orgullosas de tener la destreza absoluta de sustraerle temor a la vida y no sumarle al tiempo un solo peñasco más de duda e inseguridad. Porque una mujer segura es sólo eso; es seguridad, valentía y sensatez. Y si no, ¿entonces qué ha de quedar? ¿O podría un hombre negarse rotundamente al encantamiento que destila una mujer al insinuar su interés por escudriñarle; por conocerle, por investigar sus gustos, sus preferencias y ocupaciones; por besarle, sentirle, quererle? ¿Verdad que no? Si la respuesta es NO, sobraría, por tanto, aquel maltrato del que hablo ahora mismo. De esa malinterpretación de nuestros deseos, de nuestros anhelos, incluso fantasías. Sobraría, igualmente, la burla de la sociedad y de algunas otras mujeres que todavía sostienen un comportamiento conservador.
Finalmente, considero propicio mencionarlos a ustedes, lectores pertenecientes al vasto mundo de “lo masculino”. Confrontarlos, así sea con el ademán de lo escrito, y recordarles que el ocho de marzo, ese día en que se conmemora nuestra existencia, también se reivindican mejores condiciones de vida, dentro de las cuales vale nominar los campos laboral, académico y doméstico (sin ser los únicos). Un ocho de marzo que surge en la Textilera Cotton, en Nueva York (1.857) con el fin de erradicar cabalmente la legislación laboral que abrigaba en ese momento a la mujer, expandiendo y apoyando ideales que le quitaban fuerza e importancia. Un ocho de marzo. Un día que ha trascendido los límites del tiempo y de la crítica; de la violencia, del machismo, del hostigamiento. Una fecha que persevera y demuestra con mayor empuje que, así como la ciencia nos categoriza un tanto más que a los hombres dentro de lo que es lo delicado, lo paciente, lo sensible, los estados del tiempo (pasado, presente y futuro) nos incluye casi sin pavor en juegos dominantes eróticos, pero también en situaciones que requieren de solución inmediata, de poder, inteligencia y autosuficiencia.

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