“La belleza es ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica.”

Jorge Luis Borges

 

Hay un tema que, aun en estos tiempos de modernidad y lucha por el derecho al libre albedrío, se discute a diario entre hombres y mujeres. Es la metrosexualidad. Un término creado por el periodista británico Mark Simpson (en 1.994) y que hace referencia a aquellos hombres que tienen costumbres similares a las femeninas; costumbres con las que complementan su estética y, más que eso, su apariencia física. Este tipo de hombres cuida de sus uñas, de su rostro y piel, de su cabello, de su cuerpo en general. Pero, a diferencia del prototipo normal establecido, éstos tienden a enfatizar mucho más en el tema y a emplear, incluso, cremas faciales; o esmaltes que impidan, por decir, que dichas uñas se tornen quebradizas; o usan cera para pulir sus cejas; o polvos protectores para su rostro; tratamientos que fortalezcan su cuero cabelludo; cirugías que levanten sus párpados o regulen la curvatura terca de su tabique; entre otros. Es algo que, como decimos, todavía genera controversia para la sociedad pero que, para muchas otras personas, es algo de lo que no debe sentirse avergonzado quien lo vive, puesto que, tal como otras tendencias, es un modo de ser y sentir. Sin embargo y, asumiendo tal cosa como algo moral y culturalmente aceptado, la duda que surge ahora es: ¿Existe un límite que determine, entonces, la metrosexualidad como algo «normal»? ¿Cuál sería ese límite en caso de que exista? Y la respuesta es ésta: el límite depende de varios factores que parten, además del gremio socio cultural en el que se es educado, de las creencias y relaciones familiares impuestas y erigidas en el mismo. Es decir, no es igual «ser metrosexual» en Colombia a ser metrosexual en la India, país en que yace el multiculturalismo pero en el que, a fin de cuentas, la prole o descendencia se basa en la unión de dos personas, una mujer y un hombre respectivamente; ambos absolutamente conscientes del cumplimiento de su rol; ella, por su parte, debe hacer las veces de protectora de su hogar y desempeño doméstico; el hombre, por otro lado, debe asumir una postura fuerte y arraigadamente masculina. Pero no nos vayamos tan lejos y quedémonos acá, en Colombia. Un lugar en el que el patriarcado y sus percepciones estereotipadas de «macho alfa» continúan vigentes, pero en el que, afortunadamente, se ha luchado y dado una guerra ardua y ya bastante positiva para con los gustos personales, sexuales e íntimos.

 

Teniendo como base lo anteriormente referenciado, puede decirse que los límites y, nuevamente asumiendo una postura neutra por parte de la religión, penden de la mirada de quienes se calzan con los zapatos de la metrosexualidad y de las parejas de aquellas personas. Puede, por ejemplo, darse el caso de que un hombre cuide demasiado de sí mismo y de su belleza y juventud y que su pareja esté cómoda con ello. Y puede, así mismo, presentarse una situación semejante pero en la que la pareja no esté de acuerdo y que esto, por ende, implique una ruptura sentimental definitiva. Es pues, esto, un asunto de perspectiva y de opinión personal. También debe ser algo que se consense previamente para, en la posteridad, no tener problemas emocionales, no ofenderse el uno al otro o, más grave todavía, no se hiera irremediablemente a uno de los dos.

Igualmente, es relevante mencionar que la metrosexualidad no debe confundirse con la homosexualidad. Ambos términos emergen en campos diferentes y, aunque pueden tener similitudes en cuanto a rituales de belleza (por así decirlo), cuentan con posturas sexuales distintas. La metrosexualidad se presenta en hombres heterosexuales, que gustan de las mujeres pero que se preocupan sobremanera por su estado físico; cuidan minuciosamente de cada parte que les forma, incluso, pueden hacerlo más intensamente que ciertas mujeres. Los hombres metrosexuales le apuestan a la belleza; a quizás horas y horas de gimnasio, gracias a las cuales sus músculos y pectorales perduran un tanto más en el tiempo de, precisamente, lo bello. Así que y, como dejó patentado Aristóteles en sus textos filosóficos, «la felicidad es una actividad de acuerdo con la razón y, mejor aún, es la autorrealización misma del sujeto, que actuando bien se hace a sí mismo excelente y, con ello, feliz». 

 

Todo lo dicho, en conclusión, no es más que una muestra de la diversidad sexual con la que se cuenta en la sociedad colombiana. Es una práctica estética que linda de lo sexual, que persevera dentro del sentido de ser quien se quiere ser, protagonizando así la comodidad máxima y autoestima propias.  Es una iniciativa que, más allá de limitantes o decisiones ilimitadas, otorga al hombre la oportunidad de librarse de aquellos estamentos que le impiden actuar femeninamente sin necesidad de llegar a ser homosexuales, travestis, trans, etc. Y bueno, es acá cuando insistimos con esto de no categorizar a la mujer o sumergirle en un cuadrado netamente femenino, y no encasillar al hombre en una burbuja masculina. Ambos sexos y géneros se hallan en la potestad de ser femeninos o masculinos a su manera, no necesariamente abandonando su orientación sexual o destrezas de conquista y armas de seducción.

La metrosexualidad puede ser para muchos una razón más por la que el sexo debe seguir explorándose como concepto y como práctica. Si para ti no es así, pues es sumamente respetable. La cuestión es aceptar otras inclinaciones, tomar de éstas posibles aprendizajes y seguir, en la

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