“La virilidad es un mito terrorista. Una presión social que obliga a los hombres a dar prueba sin cesar de una virilidad de la que nunca pueden estar seguros: toda vida de hombre está colocada «bajo el signo de la puja permanente”.

Georges Falconnet y Nadine Lefaucheur

 

El sólo hecho de oprimir el teclado y, a su vez, emplear la sintaxis como complemento de lo que pienso ahora mismo me hace temblar. Pues no es sencillo, sea para un hombre o una mujer, sentarse y hacer introspección; porque esto es, precisamente, un autoestudio; la única diferencia, al menos a lo que atañe al prefijo auto, es que, finalmente, tornará a ser un análisis socio-cultural, es decir, altruista. Un análisis en el que cabemos millones de personas procedentes de un pasado histórico, con ideologías occidentales instauradas bajo el mandato del patriarcado; y la virilidad, no del hombre, sino de El Hombre, con mayúscula inicial, porque así no sólo suena más bonito, también hace referencia a la majestuosidad de su existencia y genio. Pero no, esto no es una crítica al hombre. Es, por el contrario, como ya dije, un análisis de lo que hemos venido siendo y somos actualmente. Es un aterrizaje, aunque corto, en una tierra sintiente; en la que el pensamiento y el cuerpo segregan necesidad de cambio, valentía y libertad. Y esto, exactamente, se logra así. Cuestionando los estereotipos implantados por una cultura que, aunque elaborada – inicialmente – con el fin de organizar y equilibrar el flujo vital universal, se ha venido resquebrajando hasta el punto de ahogarse a sí misma, oprimir su pecho, inhalar y exhalar esa urgencia de ayuda que ahora tanto le persigue. Y es que se ha venido evidenciando, al menos desde la década de los ochenta (de manera febril), una crisis de la masculinidad; una crisis en la que, tanto mujeres como hombres, se cuestionan por el rol que cumplen a nivel social, cultural, político, académico, sexual, entre muchos otros. Es un desequilibrio que, irónicamente, busca equilibrarlo todo, eximiéndose de simbolismos sexuales concretos y apuntando, más deliberadamente, hacia el ser y el sentir, nada más. De ahí, la imperiosidad de reconocer la unión entre lo masculino y lo femenino; ambos no podrían prevalecer el uno sin el otro, así como tampoco pueden, en la contemporaneidad, estudiarse por separado y dar ínfima importancia al funcionamiento del movimiento feminista y sus causales de origen. No obstante, e igualmente, es de relevancia advertir que esa brecha de diferenciación entre las dos partes (femenino / masculino) va cada vez más en decadencia.

 

Cuando se habla de una crisis de lo masculino, de su debilitamiento, no se hace referencia a un conteo numérico o cifra matemática. Se hace referencia a, como menciona Elena Sacchhetti en su texto “Masculinidades plurales a través del arte” (“El Hamlet postmoderno sigue deseando la muerte del padre, pero no por querer ocupar su lugar, sino por librarse del modelo único de masculinidad que él, símbolo de la autoridad social, le ha impuesto.”), al detrimento de un sistema colectivo, cuyo núcleo funcional es el actuar de un modo determinado, controlándose, además, gustos y decisiones que, a futuro, afectan imperiosamente la psiquis y la salud emocional. En este punto, así como algunos hombres y mujeres luchan por marcar territorio y conquistar a la mujer / hombre de sus sueños; algunos hombres y mujeres se enfrentan al hecho de señalárseles como débiles e incapaces de valerse por sí mismos, de hacerse cargo de sus cuerpos y de, para colmo de muchos, enaltecer sus preferencias y orientación sexuales. La crisis, entonces, no yace sólo en el hecho de ser o sentirse más femenino o masculino que; yace en el hecho de poner en medio, en el centro del globo terráqueo, a la masculinidad como edificadora irrevocable de la fuerza, el placer, la gloria, la dominación y el poder. Es una guerra que, aunque se ha esbozado, en apariencia, con fundamentos claros, no logra – a día de hoy – más que hacer eminente la exigencia humana (a consciencia) de derrocar idealismos que coarten el derecho a la libre expresión, o sea, a la vida.

 

Todo lo anterior implica, igualmente, nuestra aceptación para con los demás. No debe ser motivo de disputa o violencia el ver a una mujer pagar la cuenta en una cita romántica heterosexual o, más aún, ver a un par de mujeres besarse y notar en una de ellas comportamientos masculinos. Porque esto último forma parte de dicha crisis. La masculinidad (recordémoslo) no debe girar en torno a la unión de dos personas de diferente sexo, ni a la sumisión de la mujer; ni a la imposición de normativas que dicten cómo debe llevar la barba “un hombre”, ni cómo debe caminar o cómo debe oler. Debe, en cambio, simplemente ser un modo de vida, advirtiendo la diversidad, pero respetándola, sumándose a ella positivamente. Si no, pues no dejará nunca de convertirse en el venado que, aun hábil, termina cayendo, sin salida alguna. Continuará perdiendo credibilidad y no será, tampoco, temida. Además, y pese a que el feminismo ha denotado temor al enterarse de que la masculinidad está siendo foco de estudio y preocupación, éste (el feminismo) no se resignará hasta lograr equidad y borrar aquel tópico que dicta que al hombre le definen las tres P (Gilmore): protección, provisión y potencia.

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