Desde pequeña, tuve presente la concepción de que el amor es algo que se da entre dos personas. Y sí, evidentemente y, tal como lo define el Diccionario de la Lengua Española, es “atracción afectiva entre dos personas, que suele conllevar una carga pasional y erótica.” Es una concepción, como acabo de decir, arraigada a nuestra sociedad y cultura; muy ligada al mito de la creación de Eva a partir de una costilla de Adán y que, a modo de reconfirmación, semeja lo que es una relación de pareja. Sin embargo, también, dentro de tal diccionario, existe otro concepto y es el siguiente: “Sentimiento de afecto que el hombre experimenta hacia otra persona.” Y bueno, si usted me lo pregunta, queridísimo(a) lector(a); si usted me otorga la oportunidad de elegir entre ambos señalamientos, déjeme decirle que me voy, sencillamente, por los dos. Usted dirá, tal vez, que son demasiado similares pero, a lo que a mí respecta, apoyo la idea de que el amor es afecto por otra persona; un afecto abierto, libre, sin determinar, con especificidad, la cantidad o el género. Además y, pensándolo más claramente, es debido sincerarnos y decir que esto del afecto puede darse, por ejemplo, hacia un familiar, amigo, etc.; y que esa última parte de la propuesta primera de “carga pasional y erótica” causa en mí una especie de encantamiento, literalmente, voraz. Pues es este último (el encantamiento) el que me ha conducido, como diría algún escritor también encantado, hacia los parajes de la dicha pura. Es él quien ha sabido encaminarme y obligarme (así suene fuerte la palabra) a descubrir nuevos modos de vivir mi sexualidad y relaciones sentimentales. Pero, ¿en qué consisten estos actos de lo sexual y lo sentimental? Simple. En el hecho de reconocerme como una mujer liberada de prejuicios (incluso propios); en el hecho de saberme disgregar de vínculos que coartan, de algún modo, mis pensamientos y acciones. Una vida que consiste en el compartir amor indiscriminadamente, teniendo – mejor aún – la consciencia tranquila y exenta de culpas que, posteriormente, no conllevan más que a la generación de heridas que pueden, a través de todo esto que precisamente menciono, evitarse.

 

Y usted pensará: ¿Pero de qué habla esta mujer? Pues le cuento que, nada más y nada menos, que del poliamor; ese maravilloso movimiento o tendencia (el término queda a su preferencia) que estriba exactamente en eso, en establecer una relación sentimental con varias personas a la vez sin incurrir, tal como sucede en la monogamia, en la tan corrompida traición. Pero no, no es que la infidelidad deje de existir dentro de este planteamiento, todavía confuso para muchos; lo que se erradica es la convicción de ceñirse a una norma difícil o, en muchos casos, imposible de cumplir. Por consiguiente y, teniendo esto como base, la traición no es más que la falta a la norma, a un acuerdo previamente establecido. Es decir, aquello de “la infidelidad” depende netamente del reglamento que se dicte por parte de cada uno de los partícipes de x o y relación.

 

El poliamor, más que un vocablo, es un lenguaje, un pacto que permite expresarse más honestamente y sin tabúes. Es un compromiso más liviano, que no hace a un lado los valores con los que nos forma nuestro núcleo familiar. Un acto de valentía porque, aun en la era moderna, donde todo se sabe, es considerado como denigrante o sinónimo de promiscuidad, cosa bien diferente. Es una forma de vida que data de la década de los noventa y que lucha, día a día, por ser aceptada y concebida como ese algo que no sobrepasa los límites de “lo normal”; un estilo vital que acepta cualquier tipo de preferencia sexual, así como la mismísima heterosexualidad, la homosexualidad, la asexualidad, etc. Es algo que no sólo se nos limita a sentir placer o a experimentar originales posiciones o movimientos que culminen en clímax; también ofrece al que lo aplique mayor protección y escucha en momentos de crisis o bajones emocionales que, quizás, no puedan hablarse o solucionarse con algunas personas.

 

En conclusión, es decisión suya, apreciado(a) lector(a) si lleva o no una relación pasional / afectiva con dos o más de dos personas. Lo que sí debe tener presente es la apreciación de esas otras personas y si aceptan o no un convenio semejante. Porque sí, es un convenio; un contrato en que están en juego los sentimientos y sensibilidades de varios seres, los cuales – así mismo – deben ser razonables y lo suficientemente maduros como para comprender y asimilar lo que todo esto conlleva (evitar los celos, las comparaciones, etc.). Es un acto, reitero, de valentía; acto al que, por lo menos, yo me sumo y abrazo muy deliberadamente. Un acto que me genera tranquilidad, regocijo y que no me impide de mis gustos por lo que hago, por lo que quiero hacer, por lo que quiero decir, por lo que pienso, por lo que soy.

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