“La monogamia no aparece de ninguna manera en la historia como una reconciliación entre el hombre y la mujer.”
Federico Engels
En ocasiones pasadas hemos hablado de movimientos o tendencias románticas y sexuales modernas, tales como el poliamor y las siglas BDSM (Bondage, Dominación, Sumisión, Sadismo y Masoquismo) respectivamente; incluso hablamos de la infidelidad y de lo trascendental que es para nosotros como sociedad asimilarla más abiertamente (sin querer esto decir que deba aceptarse o rechazarse en totalidad). Si bien es importante, como decimos, reconocer estos nuevos postulados; es más urgente aun trasladarnos a la prehistoria y analizar con mayor detenimiento algunas posibles causales de infidelidad y, aunque no distante pero contraria a ésta, de la monogamia. Este último concepto ha sido empleado para dar nombre a la unión de dos personas que creen en la fidelidad como régimen o mandato único para, precisamente, conseguir estabilidad y, al cabo, felicidad sentimental y recíproca. Es el resultado de miles de estudios realizados con base en el comportamiento químico-biológico, ambiental, social y cultural dados por parte de algunos animales y, más en concreto, del ser humano.
Tal como señala la autora Blanca Galán Paz en su texto “Monogamia y fidelidad” y cita, a su vez, a Maureira (2008), la química se encarga de la activación de neurotransmisores. Los andrógenos y estrógenos, por ejemplo, “actúan en el deseo sexual; la dopamina, la norepinefrina y la serotonina en la atracción romántica; y la oxitocina y la vasopresina en el apego.” Igualmente, se concluyen tres procesos cerebrales base dentro de las relaciones amorosas; éstos son: “el deseo sexual, instinto biológico con finalidades reproductivas; la atracción romántica, elección de una pareja concreta para la reproducción; y el apego, proceso psicológico con el objetivo de la crianza compartida entre dos progenitores.” (Maureira, 2008). Sin embargo y, pese a que la biología y la química presentan un discurso – aparentemente – coherente, vale aclarar que no se hallan patentadas dentro del desarrollo interactivo / amoroso / monógamo de los seres humanos; hacen simplemente parte de un examen arduo y extenso con miras a esclarecer un tanto (y no a justificar necesariamente) ciertas posturas de esta índole. Pues la evolución ha dejado tras de sí pasos agigantados, cuyas huellas conceden el derecho de la duda y posibilitan, por tanto, la elaboración de tratados fundamentados en acontecimientos como, por ejemplo, la agricultura y el sedentarismo, o la introducción a la civilización de la propiedad privada como símbolo de poder y protección del nicho familiar. ¿Qué significa todo esto? Significa, nada más y nada menos, que investigaciones efectuadas dentro del marco antropológico, han previsto que el ser humano primitivo, inicialmente, entablaba relaciones poligámicas; pues la comunicación se daba de una manera más general, a través de la cual grupos de hasta ciento cincuenta personas compartían un mismo espacio y una misma forma de vida. Además, y puesto que a los hombres se les identifica científicamente como más capacitados en cuanto a actividad reproductiva, éstos enfocaban sus ojos en una cantidad de mujeres mayor, lo que significaba territorio y liderazgo; mientras que las mujeres, entre sí, cooperaban con el cuidado de sus hijos.
Luego, con el advenimiento de la civilización y de la agricultura, fue que la especie humana se enteró de que podía vivir “más cómodamente”, sin necesidad de cazar o desplazarse días enteros por terrenos desconocidos en busca de frutos secos. Ahora disponían de alimento al alcance de su mano; contaban con parcelas de semillas que, posteriormente, serían cosechadas y que permitirían, “afortunadamente”, la construcción de una visión global, con miras al progreso y, que no se nos olvide, la implantación del hogar. Consiguiente a esto, la necesidad de protección de la comarca y la descendencia genética (hijos) cultivaron en la historia hábitos como la monogamia, después legislada bajo la jurisdicción de la iglesia (el matrimonio).
Así pues, la revolución de la industria no sólo selló el sistema económico laboral mundial; sino que modificó los estándares de vida que se habían enmarcado en la antigüedad. Como consecuencia y, más actualmente, se instauraron otros tipos de relación que contradicen las pautas heterosexuales y que, de hecho, constatan, una vez más en la historia de nuestra existencia, la variabilidad estructural que nos conforma; son relaciones que desfavorecen el imperio de la monogamia y que dan prueba de que las personas fieles y románticas son aquellas que, sea por razones genéticas o socioculturales, tienen visualizado en su futuro la crianza de un ser adicional. Es pues válido conjeturar que esta actitud, la de la monogamia, es una especie de arma que se utiliza como defensa y perpetuidad de la estirpe; un arma que reclama a gritos la asistencia paterna y, por tanto, un vínculo impetuoso entre la madre y el padre.
Para concluir, el valor de la monogamia, aparte de ser de tipo romántico y sexual, cumple con la tarea de estabilizar cada una de las áreas que adiestran a la sociedad. Es una tendencia (si así se le desea llamar) que mantiene el control de las cosas y que hace las veces de supremo pacifista en un mundo en el que la carencia de moral corrompe y la acción deliberada merece penalidad perpetua y, acaso, castración genital. Una tendencia que, aun con todas estas repercusiones, continúa siendo elegida por una gran multitud y que desconocemos, al menos hasta hoy, si tendrá o no un rotundo f