“No es la creación de una naturaleza, sino más bien el fin de la naturaleza

como orden que legitima la sujeción de unos cuerpos a otros.”

Paul Preciado

 

Hace más de dos millones de años, aproximadamente, aparecieron por vez primera, en el mundo, animales muy semejantes a nosotros (los Sapiens). Éramos, como se sugiere en la actualidad, “humanos arcaicos” y, pese a que disponíamos de un núcleo social y familiar activo, no éramos o no nos sentíamos superiores a ninguna otra especie que habitase en ese entonces. No obstante y, con el advenimiento de la agricultura y el desarrollo de la civilización, tal situación empezó a modificarse y, por ende, el sistema vital y todos sus componentes también lo hicieron; cambiaron nuestras rutinas matinales; se dio reemplazo a las caminatas extensas pero productivas que tenían como meta el hallazgo de plantas, frutos y verduras que afianzaran nuestra capacidad intelectual y, sobre todo, de sobrevivencia. Comenzamos a emplear la caza de animales, los cuales suplían las necesidades básicas de vida y que, “afortunadamente” y, debido al descubrimiento del fuego y el sabio uso de elementos como el aire mismo, duraban – ahora – un tanto más y se ingerían añadidos con ciertas especias y condimentos especiales, mucho más gustosos para el paladar. Se nombraron y extendieron oficios como la siembra y la recolección masiva de “productos” que generaron, precisamente, lo que se conoce hoy como comodidad y la construcción del término casa o familia; todo esto, encaminado hacia el progreso, fuera éste de tipo espiritual, somático, o de cualquier otro tipo que pueda, hoy, categorizarse. Pero lo imprescindible, ahora, en el contenido mismo de este texto, no es destacar o intuir aquellos factores que otorgaron a nuestra especie “el privilegio” de estar o no en la cúspide de una cadena alimenticia que se halla cada vez más descompuesta, sino entender que, aun con todos estos acontecimientos evolutivos, no diferimos en el ámbito sexual de los demás seres vivos que nos acompañan más que por el modo de percibir o, en concreto, por el tamaño del cerebro del que disponemos. Un ejemplo claro de esto último es el bondage; un término que proviene de siglos atrás, cuando el esclavismo era “el pan de cada día” y se les sumía, sobre todo, a los afrodescendientes, en un mundo tortuoso, anegado en mandatos y leyes que iban – absolutamente – en contra del mismísimo derecho a una vida digna. Era un concepto que se empleaba para hacer referencia a aquellas relaciones prohibidas entre personas de la élite o superiores y el proletariado o empleados / esclavos pero que, en la contemporaneidad, comprende lo que son prácticas sexuales fundamentadas por la aplicación de restricciones eróticas y la utilización de cuerdas y elementos como complemento de las mismas; concepto que, claramente, no podría apenas asimilar un chiguagua, ni siquiera un mono.

 

Dando continuidad a los interminables ciclos de cambio a los que nos vemos sometidos (y lo seguiremos siendo), es válido afirmar que nuestra cultura también se ha visto afectada y, de hecho, modificada en cuanto a pensamiento y accionar respecta. Pues, ahora, no solamente podemos hablar del sexo como objeto reproductivo y construcción familiar, sino también como medio de placer y edificación identitaria; como herramienta de exploración y expansión, incluso, de rituales, costumbres y creencias que giran, precisamente, en torno a nuestra forma de ver el cuerpo y su unión al otro (o a otros). Uno de estos cambios aplica para el BDSM, conjunto de siglas naciente en la década de los noventa y que aborda, además del Bondage, temas como la Disciplina y la Dominación; Sumisión y Sadismo; y Masoquismo; todas éstas entendidas como “sexualidades no convencionales o alternativas” (ITAE, Psicología. 2018). Específicamente, el BDSM se define, a día de hoy, como una comunidad; influenciada, además, por el placer y el deseo y no por el coito como tal. Es una cultura, si así se quiere afirmar, que no sólo ata o juega papeles de rol, tal como el Dominante y el Sumiso; también investiga el sentir y, en este caso, el dolor o la humillación como foco de atención y de goce. No obstante y, pese a la severidad que se pinta dentro de todo esto, los y las participantes del BDSM cuentan, en consenso previo, con unas pautas o contratos, a través de los cuales delimitan sus juegos; es decir, pactan unas actividades determinadas, encargadas de moderar y erigir una buena comunicación, tanto corporal como emocional y verbal, entre las partes.

 

En la ciudad de Bogotá, para citar una situación real, se ejecutó un proyecto de investigación que buscaba conocer las relaciones de poder y los límites de las mismas bajo el control que ejerce la dominación. El trabajo consistió, básicamente, en entrevistar a ocho personas de la capital, las cuales, luego de un análisis más minucioso, dieron como producto final una gran muestra de que estas prácticas no discriminan; son llevadas a cabo por personas de cualquier edad, profesión, o preferencia sexual y que los elementos que se usan (cuerdas, mordazas, etc.) tienen una carga simbólica fuerte y que representan, finalmente, gran relevancia entre el constructo de identidad, género y sociedad.

 

Es, en definitiva, la sexualidad del Sapiens contemporáneo, el resultado de años de historia; de la elaboración de un lenguaje que influye positivamente en las ideologías de cada persona; de civilizaciones fracturadas pero, al cabo, abruptamente desarrolladas, emancipadas de una realidad que ya no quiere ser más estudio de la biología.

 

 

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